domingo, 23 de diciembre de 2012

El Papa que Roma necesita



Confesiones de un falsario es un proyecto en marcha que nos cuenta los tormentos, las preocupaciones, los excesos y el cinismo de un falso Papa, que gobierna Roma con la espada de la vendetta y el rencor, el espíritu del paganismo y el afán desmesurado por todo tipo de placer. Un Papa ateo, materialista, nihilista en muchos casos y misántropo en todos. Un loco que hay que parar, pues solamente el Demonio puede pensar que este es el Papa que Roma necesita. A continuación, Gregorio IV- tal es el nombre del desdichado- nos cuenta una de sus historias- probablemente falsa- en las que su imaginación atormentada se arruina.

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He conocido a personas que preferían vivir entre ratas que entre hombres. Aunque yo mismo nunca he llegado a ese punto, comprendo esa actitud y en algún modo la comparto. Los genios matemáticos se pierden entre sus ecuaciones y sus cucarachas, y yo entre mi rum y mis asados. Puede parecer una comparación frívola, y en realidad lo es, pero en ella se despliega un mismo espíritu: el rechazo al prójimo. Ya sea en un cuartucho maloliente en las afueras de San Petersburgo, ya en un palacio de corte imperial en Inglaterra, ya se trate de un proletario honrado o de un burgués apátrida, nada obsta para que el misántropo efectúe las mismas operaciones, dispersas en distintas modalidades pero unidas a su tronco común por un hilo de vida: el odio al hombre.

En Roma existió una vez un obispo singular, cuyo recuerdo me viene muy a menudo a la cabeza. Su nombre era Luzce Kojozowski, natural de Cracovia. Se trataba de un hombre con un pasado complejo, rebosante de laberintos espirituales y conflictos psicológicos. Su alma era profundamente eslava, la perfecta representación del espíritu trágico polaco. Un día me reveló haber adquirido una costumbre extraña, de la que ya no podía prescindir, a saber: colocarse una máscara cada vez que se encontraba en su recámara. Una vez esta actitud fue transformada en hábito, Kojozowski llegaría a poseer más de ciento cincuenta máscaras distintas, procedentes de infinitas regiones del mundo: Finlandia, Rusia, Mozambique, Argentina, Perú, Australia, China, El Nepal. Cada vez que viajaba a algún lugar exótico traía consigo fetiches, objetos sagrados extraídos del folclore local. Aún al parecer insatisfecho, Kojozowski decidió implementar este hábito caracterizando una determinada personalidad con cada máscara. De este modo, ensayaba durante horas frente al espejo, y llegó incluso a escribir un informe en el que registraba la creación de ciento quince personalidades absolutamente diferentes entre sí, salvo el hecho de proceder de la calenturienta imaginación de Kojozowski.

Fue en un Domingo de Resurrección cuando el obispo polaco me confesó no creer en Dios ni en el hombre. En la siguiente asamblea, Kojozowski se presentó vestido con una máscara africana y una especie de cuernos de ébano que sobresalían por encima de sus orejas. Comenzó a parlotear en una lengua extraña y a mostrarse violento, de modo que la Guardia Suiza tuvo que intervenir. Diez días después era internado en la abadía de Monte Cassino. Cuando tres meses después le visité en su nueva residencia, Kojozowski se encontraba aislado en una habitación especial, al fondo del monasterio. Su cabello había encanecido y crecidc desmesuradamente, en forma de llamas rizadas, más allá de sus hombros. Me pareció que sus ojos, de un azul intenso, se habían engrandecido considerablemente. Se hallaba rodeado de cientos de volúmenes y papeles escritos en lenguas clásicas. Como si no hubiera advertido mi presencia, o le resultara ésta algo indiferente, comenzó a hablar en voz alta y metálica, mientras no quitaba la mano de sus manuscritos:

¿Qué noticias trae del Comité Central? ¿Se han convertido por fin al marxismo ortodoxo? El materialismo histórico, he ahí la llave que abre todos los misterios de este mundo...¿Ha leído usted las obras de Brezhnev? Oh, oh, pero ¡Siéntese, Mi Santidad!

Entonces se levantó bruscamente, me agarró del cuello y me dijo, con una voz casi dulce: “Soy un mineral. Háblele a los hombres de esta nueva revelación. Esta es la forma en la que me he librado de ellos y de sus crueles dioses. Soy una planta, soy mi hígado y me reduzco a mi corazón”. Me soltó de forma nuevamente violenta y comenzó a hablar en griego clásico, dándome la espalda. No pude hacerle entrar en razón y finalmente, me vi obligado a marcharme de aquella sagrada estancia.














lunes, 15 de octubre de 2012

La escritura drogadicta.


Escritura drogadicta, que no escritura adictiva. Puesto que mientras la segunda implica la idea de una adicción a la escritura, la primera se refiere a algo más esencial, la adicción de la propia escritura- y del sujeto en cuanto producido en y por la escritura- a la realidad. Subjetividad drogadicta, pues, como la escritura en la que ella se forma. En esta escritura, lo que importa ante todo es descargar esa subjetividad cargada, y el papel se convierte en un medio para alcanzar una salvación literal, no religiosa o metafísica solo: lo que salva de la enfermedad, de la locura, de la desintegración personal. La subjetividad se produce en el interior de la escritura y del pensamiento. Solo el autor que sabe conformar, por una parte su propia identidad como sujeto independiente, y por otra, la relación entre su inteligencia y la afectación de ésta por la cosa, puede convertir su expresión en cristalización de una relación real, no afectada, impersonal.

La subjetividad cargada es la subjetividad no formada, la subjetividad drogadicta y dependiente. Esta solo existe en la medida en que es producida como efecto de una expresión, con lo cual la expresión misma no viene determinada por el acto de voluntad de una conciencia independiente, sino que esta misma conciencia se forja en y mediante la expresión, sin la cual no existe, contaminando con ello el contenido de la expresión. La subjetividad drogadicta hace las veces de un intruso, el responsable de un incesto por el cual quiere introducirse en el seno mismo de la realidad, en lugar de permanecer enfrente de ella, contemplándola desde el exterior. Pero este incesto conlleva un gran peligro, pues ahora la subjetividad drogadicta no puede escapar a esta com-posición unitaria que forma, aún en su complejidad, con lo real; por otra parte, no puede retornar a ningún estado anterior a esta relación, porque solo en el interior de ella tiene vida. El escritor que obedece a esta fórmula está condenado a disolverse en la oscura pasión del silencio -y sus consecuencias desastrosas- si rompe esta relación que ha establecido con la íntima esencia de lo real, o a trascenderla de modo tal que pueda resumir en sí mismo aquella percepción complejísima a la que se ha arrojado para llegar a ser.    

Esto era posible en otro tiempo, y así podemos decir con Hegel que Napoleón fue realmente el Espíritu a caballo, o que Goethe compiló en su persona toda una época y una cultura. Si lo que se derivaba de esta carnalidad de lo espiritual en lo individual tenía también sus efectos catastróficos- como en Hölderlin- lo cierto es que el sacrificio merecía la pena, en el buen sentido en que el genio individual no solo captaba el espíritu de su época, sino que se fundía en él y le otorgaba materialidad, y de hecho era en él que realizaba su esencia y existencia. Nuestro tiempo es distinto. El sacrificio no se consuma en torno a un fin; el sujeto no puede redimirse. La fractalidad ontológica de nuestra realidad contemporánea exige que la subjetividad drogadicta y suicida capaz de producir un pacto según el cual ésta pueda forjarse en el seno de lo real mismo, sea a su vez sacrificada y muerta sin propósito. El pacto, a diferencia de lo que ocurría entre Mefistófeles y Fausto, no solo no promete la purificación y la realización plena de la subjetividad, sino que la niega por principio e incluso la amenaza con la destrucción total. Dicho de otro modo, quien hoy se atreva a querer comprender está condenado a no comprender nada, perdiéndose a sí mismo cuanto más volcado de forma íntima en la labor de conocer se encuentre, y al contrario: quien no quiera comprender, comprenderá, puesto que su voluntad se conformará con poco.

En relación con la escritura, el entendimiento de la expresión escrita como modo de autoconocimiento, se desvanece en cuanto este ideal deja ver su debilidad intrínseca. La expresión escrita desde la mera posición de la subjetividad drogadicta, no informa del carácter de uno mismo ni del exterior, cuanto más bien se vuelve sobre la subjetividad para formar parte de ella misma. La subjetividad drogadicta no puede pretender nunca el conocimiento de sí misma, pues ni tan siquiera existe antes de producirse el acto físico de ser vertida como escritura sobre el papel.

La subjetividad drogadicta, creadora también de una escritura propia, una escritura drogadicta, se plantea en todo caso como expresión de un pacto metafísico en el que pervive la creencia en el mito de la salvación -y en este caso, de la salvación a través de la producción del yo mismo- a través de la escritura. Es gracias a este pacto mítico, más o menos consciente, entre el yo y la escritura, o entre el yo y el pensamiento- pues también existen filósofos drogadictos- que el escritor o el filósofo pueden desprenderse de todo hábito identitario artificial, como la patria- Gombrowicz, Cioran- la familia -Kafka- o los valores filosóficos y morales- Nietzsche-. Estos sacrificios identitarios pueden realizarse a cambio de una percepción real más profunda, con la que usualmente el drogadicto espiritual no va a negociar en términos de mercancía o de utilidad mundanas, sino con las que va a realizarse místicamente, confirmando la tesis de que la subjetividad drogadicta no existe más allá de sus propios pensamientos, de su escritura, de la tensión esencial que ha decidido, en un momento teórico del tiempo, mantener con la realidad en su problematicidad esencial.

La subjetividad cargada no es, pues, una antítesis de la subjetividad no realizada sino mediante la expresión escrita o el pensamiento- que establecen una relación indisoluble entre el sujeto y lo real-. Pues esta subjetividad está ciertamente cargada en lo que al contenido semántico de la expresión se refiere; el peso específico de la subjetividad volcada -y producida- en la expresión, determinan que el artefacto final, la expresión en su forma conseguida, quede manchada por la voluntad subjetiva. Por otra parte, es una subjetividad no realizada, en cuanto a la relación consigo misma se refiere, y dependiente, en cuanto no puede sobrevivir a sí misma sin el concurso de ese pacto a través del cual ha creído que la realidad le ofrecía la oportunidad de existir.

El silencio querido es, como dice Susan Sontag, un medio poderoso para revitalizar el espíritu -o “la espiritualidad”, por usar el término de Sontag-. En todo caso, una forma alternativa para dar cauce a las fuerzas artísticas y expresivas. Pero el silencio querido es otra forma de la astucia del trabajo- recordando a Hegel- de la razón, de la palabra, muy distinto al silencio no deseado, al silencio al que en ocasiones está sometida la subjetividad drogadicta. Este silencio no querido no agota la necesidad de la expresión. El silencio querido conduce a la revitalización del espíritu; el silencio no querido soporta la cárcel de la palabra obligada a callar: conduce al extravío, a la enfermedad, a la muerte. Nuestro tiempo es el tiempo del silencio no querido. La realidad no ha cumplido el pacto y la luz se aleja de los hombres y mujeres que la buscan. Hoy es el tiempo de la realidad ausente, que es lo mismo que decir el tiempo de la realidad incomprensible.

La subjetividad drogadicta lo es de una única droga: la realidad. La subjetividad drogadicta no ha querido fraguarse al margen de su problematicidad esencial, al margen de la pregunta. La subjetividad drogadicta es una subjetividad suicida, que no mira lo real a través de una lente, sino que atraviesa la lente para formar una unidad mística con lo real, es una subjetividad atravesada por el filo de la pregunta y por el amor a la pregunta. Su pacto con lo real le lleva a existir solo a partir de la firma del documento: la subjetividad drogadicta ha renunciado a sí misma para alcanzarse a sí misma, ha renunciado a la vida para mirar lo real hasta quemarse los ojos, y lo hace por agradecimiento a esa realidad que a cambio le ha hecho ingresar en su seno, dotándola de identidad.

El agradecimiento que implica este sacrificio sin propósito de la subjetividad a esta relación privilegiada en la que ha decidido co-existir con la problematicidad esencial de lo real, es la mejor prueba de su amor por lo real. Un amor que, en último término, condiciona la posibilidad de salvar lo real mismo del amante devorador que pone su amor por encima de todas las cosas. La subjetividad drogadicta amenaza la consistencia de lo real, inmersa como está en producirse y construirse a sí misma en esa relación. Pero este amor y esta necesidad pueden fijar una manera distinta de relacionarse con lo real, precisamente poniendo como objeto la salvación de lo real como condición de salvación de la subjetividad misma.En esta solución in extremis de lo real podría radicar el fin del arte y del pensamiento para la subjetividad drogadicta, pues el amor no debe nunca oscurecer el derecho de lo real por obtener su justicia propia, también a través de la expresión y la escritura.

sábado, 13 de octubre de 2012

Fragmento versus aforismo: dos posiciones ante el conocimiento.


 Cuando Nietzsche se propuso demoler los fundamentos de la civilización occidental, no debió encontrar un mejor arma literaria en su momento que el aforismo. El aforismo se convierte, con Nietzsche, en un potente martillo que le viene al pelo para su misión destructiva; no se podría filosofar “a martillazos” sin esta flecha hiriente, que en manos del prometedor pastor alemán devenido luego apátrida universal, es una flecha no exenta del poder de la pólvora y la ira del cóctel molotov: “El que hoy más se ríe, será también el que más se ría al final”. Aunque al final Nietzsche no se rió demasiado, a juzgar por el deterioro de su mente a partir de 1890, supo hacernos reflexionar sobre el poder de la frase contundente, del axioma que cala en el cerebro y guarda un contenido inmenso bajo la apariencia ascética de las palabras breves. En el éxito del aforismo se conjugan muchas circunstancias, como por ejemplo la capacidad de sintetizar en breve una enseñanza, pero también otras menos aparentes como por ejemplo la audacia que representa hablar en términos tajantes. Términos que no pueden prescindir de la utilización peligrosa de un verbo todopoderoso: el verbo ser.

No por casualidad este verbo sedujo a Heidegger. Cuando se utiliza el “ser”, la impresión primera es la de acceder a un contacto directo, especial y privilegiado con la cosa-en-sí. La cosa “es”, esto “es”: la embriaguez del verbo nos lleva de inmediato a aquel lugar en el que Heidegger creyó que los griegos habían visto el mundo desnudo, el mundo en su realidad inmediata, no modificada por la falsa percepción de la razón objetivante. En realidad, la falsa percepción es muy otra: la de creer que al pronunciar la palabra mágica- verdadera piedra filosofal de la lingüística- el ente se aparece en su mayor profundidad; o bien, la de que aquel que pronuncia el hechizo, está de inmediato en contacto con Lo Real. Esta es la razón, pienso, por la que poetas como Georg Trakl o Rilke llegan a fascinar a Heidegger: Trakl utiliza continuamente descripciones en forma de aseveraciones afirmativas contundentes; Rilke afirma tajantemente que lo bello no es nada más que el comienzo de lo terrible. El paso de la lírica a la ontología es muy fino; tan fino como simplemente tener el coraje de pronunciar la palabra mágica. Este tipo de hechizo, que convierte al lírico en el ontólogo, es el que ha permitido también, a través de las corrientes de pensamiento filosófico francés, convertir a un mero crítico de la cultura como Nietzsche en un inusual pensador metafísico. El hechizo no solo nos transporta de inmediato ante la cosa en sí; también nos convierte a nosotros mismos en los chamanes, los iluminados y privilegiados que por este mismo hecho pueden recolectar mareas de súbditos y adoradores.

Pero nos alejamos de nuestro tema. En efecto, parte del hechizo del aforismo obedece a esta audacia del escritor, merecedora por sí misma de sorna o de adoración. Lo segundo es más usual. La utilización del verbo Ser, por otra parte, nos conduce a las cimas de la sabiduría. Sin embargo, la mayor parte de los escritores de aforismos tampoco han sido considerados como dioses; ellos más bien partían de la pequeña observación, de la circunstancia única, de su sumisión a la teología del instante. Escritores como Lichtenberg o Canetti no podrían nunca usurpar los dominios de la Metafísica. Pero ello era más bien porque nunca utilizaron sus armas con objetivos filosóficos sistemáticos. Preferían lo divergente, el conocimiento “lateral”, como dice Canetti. No venían de la academia, no pretendían hablar sobre cosas definitivas. Sin embargo, en cierto modo la utilización elegida de su forma de expresión les llevaba, sin saberlo, a posiciones de enunciación expresa inevitable. El propio género lleva la asunción de cierta solemnidad, ante la que anunciar conscientemente la humildad solo puede derivar de una actitud ingenua o cínica.  

Y es que es aquí donde llegamos al centro del problema, a saber: que toda utilización apriorística de un género cualquiera supone de hecho una posición epistémica hipotética ante el objeto de la realidad. En otras palabras, de la utilización concreta de un género literario, se puede deducir una forma de comprender el conocimiento, de situarse ante el objeto de conocimiento, y del papel que tiene el objeto en relación con el sujeto que trata de aprehenderlo. Teniendo en cuenta esta primera afirmación, podemos diferenciar el aforismo y el fragmento, como dos posiciones divergentes ante la cuestión del conocimiento.

Es sabido que Nietzsche, uno de los grandes del género, practicó ambos. También Wittgenstein. El autor austríaco utiliza primero el aforismo- en el Tractatus- y luego el fragmento, a partir de las Investigaciones Filosóficas-. No es casualidad. El primer Wittgenstein es un joven audaz, arrojado, que cree poder partir en dos la realidad- por su parte, Nietzsche dijo algo similar de forma expresa- establecer la última palabra, la palabra definitiva, sobre lo que puede ser dicho y lo que no puede ser dicho. El aforismo viene aquí al pelo: el axioma, la norma, como las tablas de la ley mosaicas, son breves, concisas, establecen la claridad del horizonte teórico, dividen, erigen campos de concentración semánticos y ordenan lo real. El que busca la claridad no puede sustraerse a esta tentación; quien teme la locura- como el propio Wittgenstein- exige de continuo una verdad clara, precisa, en suma, una verdad analítica. El lenguaje de la lógica y de las matemáticas confluyen en aserciones lingüísticas desarmables y siempre a la mano de una buena herramienta lógica. El mayor escudo contra la locura y la neurosis es la claridad evidente de la lógica.

El caso de Wittgenstein es especialmente útil para nuestro tema. Porque el llamado “segundo” Wittgenstein, como se sabe, está ya algo lejos de la audacia de su primer libro. Su alejamiento temporal de la filosofía, su amistad con Pierro Sraffa, y su acercamiento por otra parte al trabajo manual, quizás le dieron una versión no tan totalitaria de la realidad del mundo, una versión tanto más pragmática cuanto más relativista, que se refleja muy bien sobre todo en su último manuscrito, Sobre la certeza. Aquí ya no hay ni rastro de aforismos, excepto quizás uno que en forma aforística guarda como la cáscara de una nuez su contradicción fundamental: Am Grunde des begründeten Glaubens liegt der unbegründete Glaube: En el fundamento de la creencia bien fundamentada, se encuentra la creencia sin fundamentos. Si examinamos la forma literaria utilizada a lo largo de este ensayo y sobre todo a partir de las Investigaciones, nos encontramos el fragmento herido, sin definición última, el pedazo desgarrado de pensamiento que no tiene miedo a los puntos suspensivos, a la indefinición, al relativismo...la presentación del fragmento es la de la humildad; la del aforismo, la de la radicalidad que informa el orgullo.

Desde luego no se trata solo de una actitud intelectual o espiritual, sino sobre todo, de una actitud ante el conocimiento: el aforismo o el axioma defienden la inmediatez del objeto del conocimiento ante la conciencia- aunque su naturaleza sea oscura, como en Heráclito-; la del fragmento establece una dificultad apriorística en la capacidad del sujeto por aprehender el objeto. La diferencia, nuevamente, estriba en el verbo ser. Desde el punto de vista del conocimiento, podríamos concluir, aunque sea solo a modo de concesión temporal, que el aforismo trata con la realidad de forma directa, conformando su idea previa de que existe un contacto directo entre el objeto de conocimiento y el sujeto que lo aprehende; mientras que el fragmento, indirecto, incompleto y dubitativo, oscila con respecto de la posición del sujeto ante su objeto. El caso de Wittgenstein podría servir como ejemplo, dado que su escritura se transforma en la medida en que sus creencias con respecto del objeto del conocimiento se modifican. Y, por cierto, en la misma dirección.

Sea como sea, es verdad también que la elección de un género es una cuestión de preferencias- sobre todo, cuando se trata de escritores-. Lo que hemos dicho de Wittgenstein o de Nietzsche quizás no sea tan exacto como con Canetti o Lichtenberg. Estos últimos destacaban la estética sobre el conocimiento; su objeto no era tanto establecer la veracidad de ese tinglado epistemológico que representa el filósofo con respecto de la realidad, como la creación misma de realidad, la belleza de la palabra o del acontecimiento único. En todo ello no había tanta seriedad filosófica como juego- y esto, desde luego, sin desmerecer la relevante categoría de juego-.

En suma, nuestras investigaciones nos indican que esta distinción entre aforismo y fragmento es, en último término, válida para la escritura filosófica, y no tanto para aquella escritura cuya misión última no es establecer las relaciones entre juicio y realidad. Aunque debemos decir que esta aserción oculta una íntima ingenuidad. Quizás aquella que aún considera que el objeto de la filosofía es más “real” acaso que el objeto estético de la literatura. Creer esto es en el fondo una ingenuidad, por las mismas razones- me parece- por las que el verbo “Ser” ha seducido a poetas y a filósofos, trasladándolos a Olimpos imaginarios donde la Verdad comparece, en su absoluta desnudez, ante el individuo frágil y evanescente.


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un refugiado elitista en París: Gao Xingjian y la literatura como lujo.


El discurso de Gao Xingjian pronunciado en la Academia Sueca con motivo del premio Nobel se podría considerar toda una declaración de intenciones, lo que para un escritor se podría traducir como la exposición de una estética. Desde el primer párrafo, el pequeño discurso sienta las bases para una comprensión determinada de la escritura, que Xingjian no duda en titular “la razón de ser de la literatura”. El siguiente ensayo, reunido en este mismo volumen “En torno a la literatura”, publicado por Siruela (2003) tampoco se queda atrás en pretensión: “La búsqueda de lo real” define la función de la literatura, que se presenta como actividad única, irreducible, incomparable. 

“Ningún ser mortal puede alcanzar la divinidad, y menos reemplazar a Dios”. Esta proposición sitúa de inmediato el lugar específico que le corresponde a la literatura. No es preciso analizar este aserto desde una perspectiva teológica, dado que aquel se ensarta en un contexto más amplio, según el cual el mayor pecado de los hombres ha sido querer hablar en nombre de valores universales. Los crímenes más atroces han sido cometidos- nos dice Xingjian- por “superhombres de toda condición aclamados como líderes del pueblo”. Es verdad que Xingjian es un exiliado político, y que agradece explícitamente a Francia la acogida en este país, un país que según el autor “honra a la literatura y al arte”. En esta Francia liberal y post-ideológica ha encontrado Xingjian el lugar en el que “crear con libertad”, en el que ha gozado de lectores y toda clase de amigos enamorados de la libertad. Al examinar un poco más de cerca esta clase de libertad, uno halla que la literatura auténtica se encuentra en “la voz frágil del individuo”, condición que otorga la autenticidad de una literatura que, en cuanto canto de alabanza de un país o bandera, “pierde su naturaleza intrínseca”.

La voz del individuo es por tanto el verdadero eje según el cual se vertebra la naturaleza de la literatura según Xingjian. La experiencia individual es el único criterio que permite alcanzar la pureza en la literatura. Toda referencia o utilización de la literatura por parte de un ente anónimo la mutila, la mancha, la distorsiona. El mayor desastre para la literatura es precisamente “la ideología”.Gracias a la descripción de Xingjian, podemos imaginarnos a ese ente frágil y sensible que llamamos escritor, henchido de necesidad por expresar sus profundas emociones, y escribiendo asustado en el fondo de una cueva, huyendo de la espada del terrible Mao Zedong.

Y es que ese deleite, razón de toda escritura vale más que todos los panes y los vinos juntos; vale más que un colchón donde dormir y un plato caliente para comer. La compensación, el goce, el consuelo, son la razón de la escritura para Xingjian: “Si yo me puse a escribir la Montaña del Alma fue simplemente para disipar mi soledad interior”. Una soledad por la que bien vale la pena esconderse en una cueva. Pero es esta impotencia, esta soledad, la que lleva a escritores como Kafka a escribir sin la intención de transformar el mundo: “Ni Kafka ni Pessoa escribieron con la intención de transformar el mundo”. Y es que la esencia del individuo rebasa toda doctrina: “La condición existencial del individuo empequeñece toda teoría sobre su existencia”.

Sin embargo, y a pesar de toda esta miseria existencial de fondo, que apenas permite concebir la literatura como el último resquicio disponible para liberar la frustración, Xingjian- quizás sabiéndose libre ya de toda coacción y en nombre de los reprimidos y explotados por Mao Zedong- afirma de forma tajante que “el único criterio estético insoslayable que acepta la obra literaria es el íntimamente ligado a las emociones humanas”. Dogmatismo insólito, todo hay que decirlo, de parte de un autor post-ideológico y que habla en nombre del minimalismo estético más feroz. Pero Xingjian también tiene una teoría del conocimiento que aplica a la labor del escritor. Citando uno de sus propios ensayos, Xingjian nos revela también que “la literatura es un observar, una mirada retrospectiva sobre la experiencia, la expresión de un estado de ánimo”. La misión del escritor es, en cualquier caso, la contemplación. No en vano Xingjian nos ha alertado contra Prometeo y su obra: la idea de transformar el mundo es un delirio ante el que el escritor debe posicionarse de forma clara. La contemplación del mundo implica convertir el mundo en imago, imagen, con el objeto de crear el sujeto preciso para hacerse dueño de esa imagen mediante el instrumento de la distancia. Pero no solo eso; dado que para Xingjian “el género humano necesita buscar una actividad puramente espiritual que trascienda la simple satisfacción de los deseos materiales”, la literatura no puede ser considerada sino “una pura gratificación espiritual”.Es por todo esto que Xingjian propone lo que él llama una “literatura fría”- cuyo ejemplo más palpable podría ser el de Kafka- porque el arte no está al servicio de ninguna otra causa; en otras palabras, para Xingjian, Kafka escribiría por “el placer de escribir”.

Con estas anotaciones quizás ya sea suficiente para construir una pequeña crítica a las posiciones de Xingjian. En primer lugar, podríamos sugerir que resulta extraña la posición del autor al comparar dos de sus proposiciones. Por una parte, este rechazo explícito del prometeísmo y la necesidad de ubicar al escritor en un entorno frágil- mas auténtico a la vez-. Por otra parte, el fundamentalismo estético del autor le lleva a reclamar una única estética, una única autenticidad, una “realidad estética” frente a la cual toda otra forma de comprender la literatura sería falsa. Esta paradoja es propia de cierto pensamiento postmoderno, muy consciente de sus límites, pero que enseguida los olvida cuando se trata de denunciar lo que denomina con desdén “ideología”.

En segundo lugar, es falso que el arte comprometido -es a lo que se refiere Xingjian- esté necesariamente mutilado o sea inauténtico por hallarse en relación con otras áreas de la existencia. Todo lo contrario; y ahí tenemos muchos ejemplos, de Brecht a Miguel Hernández, de Maiakovski hasta Eisenstein, de George Grosz al Guernica de Picasso. El acontecimiento único de la gran revolución en Rusia produjo en poco tiempo una enorme cantera de artistas, concepciones, proyectos, creaciones y descubrimientos vanguardistas. Ahí se encuentra toda la labor de la Caballería Roja para atestiguarlo.

En tercer lugar, Xingjian no nos convence demasiado con los motivos por los cuales sería preferible convertirse en un exiliado político con tal de escribir. Unas veces la literatura es exceso y excedencia, otras veces la única actividad auténtica. Libertad y necesidad caen sobre el mismo objeto. Escribir se convierte para este autor en un “lujo”, una “gratificación espiritual”, no destinada sino a implosionar las contradicciones internas del individuo y sin reparar en su utilidad social, ni aunque se trate de una utilidad intelectual responsable ante su público. De hecho, Xingjian sostiene una y otra vez que no le interesa su público; escribir se convierte en una actividad solipsista en la que ni siquiera es necesaria la presencia del espectador. Escribir de forma auténtica es, para Xingjian, escribir sin tener en cuenta al público.

El criterio estético de Xingjian se reduce a la expresión de emociones humanas. Sería triste contemplar este criterio como el único posible para la literatura. Muy pobre sería la literatura si no pudiese ejercer, si quisiera, de juez moral, o hablar de esas grandes palabras que asustan a nuestro ilustre premio Nobel. Xingjian quisiera sobreponer la concepción de la literatura como lujo -burgués, digámoslo ya claramente- a todo tipo de explicación sobre la existencia humana. Pero al reducir de forma tan radical el contenido y la misión de la literatura, lo que encontramos no es la esencia de lo real condensada en un discurso superior, sino simplemente un desecho emocional, un despojo de la sensibilidad. Xingjian no ve aquí que la necesidad interior, el sufrimiento personal y la soledad no casan con el lujo aristocrático, prescindible incluso, con el que equipa su concepción de la escritura.

La mención de Kafka es, además, sumamente significativa. Xingjian lo pone como modelo del tipo de escritor en el que piensa cuando resume su estética. Kafka escribe por el placer de escribir; pareciera que en Kafka no cuenta otra cosa más que esto. Lo cierto es todo lo contrario: el sufrimiento continuo de Kafka, el hermetismo de su personalidad, los impulsos suicidas y sus descripciones fantasmagóricas de sociedades dantescas e imposibles, lo ubican más bien como un crítico excepcional de la sociedad de su tiempo; su propia función social real, en cuanto trabajador en una fábrica y a la vez escritor en sus horas nocturnas, es la mejor metáfora de la conformación esquizofrénica de las sociedades capitalistas desarrolladas; sin necesidad de analizar Kafka desde una perspectiva marxista, es innegable que en Kafka laten y se expresan, sin miedo, las negaciones y el malditismo del conjunto de una civilización errada cuya forma fenoménica más inmediata es la del “mundo administrado”, de cuyo análisis se ocuparon también los teóricos de Frankfurt.

Por último, hay que detenerse en la afirmación de Xingjian según la cual la misión del escritor “no es transformar el mundo”. Xingjian, decididamente antimarxista, olvida una cosa muy importante de la cual también Marx da testimonio; que la esencia del hombre es la actividad. Precisamente la literatura también es una actividad, un trabajo. Y precisamente la literatura, en cuanto actividad, en cuanto acto, transforma el mundo de continuo, contribuyendo a darle una forma determinada. El escritor que comunica está transformando ya, mediante su comunicación, los hábitos de pensamiento y las creencias del lector.

Es una ingenuidad pensar que la escritura y la literatura no transforman el mundo, pues toda actividad, aunque se trate de una actividad intelectual, consiste en implicarse en el mundo, transformándolo en algún aspecto. Solo el silencio es justo con la idea platónica de una verdadera contemplación desinteresada. Además, la posición ingenua según la cual no hay que transformar el mundo contribuye a estabilizar y perpetuar una determinada forma de concebir el mundo, a saber, la existente en ese momento de la historia. Cuando esa concepción incluye injusticias flagrantes, explotación, alienación y locura, es justo denunciarlo e injusto e igualmente criminal contemplarlo acríticamente desde una torre de marfil. Esto no significa que la literatura deba convertirse en un apéndice de la política, ni siquiera que deba producir contenidos políticos; pero la literatura debe ser siempre crítica con el mundo en el que vive, y por tanto, un elemento activo, un revulsivo contra lo dado. Sin embargo, incluso esto ya se encuentra muy lejos de concebir la literatura como mera expresión o residuo de las emociones de un individuo solitario y abstracto, enfrentado a la absurda dicotomía de transformar su necesidad interior en regocijo narcisista y autocomplaciente.