domingo, 23 de diciembre de 2012

El Papa que Roma necesita



Confesiones de un falsario es un proyecto en marcha que nos cuenta los tormentos, las preocupaciones, los excesos y el cinismo de un falso Papa, que gobierna Roma con la espada de la vendetta y el rencor, el espíritu del paganismo y el afán desmesurado por todo tipo de placer. Un Papa ateo, materialista, nihilista en muchos casos y misántropo en todos. Un loco que hay que parar, pues solamente el Demonio puede pensar que este es el Papa que Roma necesita. A continuación, Gregorio IV- tal es el nombre del desdichado- nos cuenta una de sus historias- probablemente falsa- en las que su imaginación atormentada se arruina.

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He conocido a personas que preferían vivir entre ratas que entre hombres. Aunque yo mismo nunca he llegado a ese punto, comprendo esa actitud y en algún modo la comparto. Los genios matemáticos se pierden entre sus ecuaciones y sus cucarachas, y yo entre mi rum y mis asados. Puede parecer una comparación frívola, y en realidad lo es, pero en ella se despliega un mismo espíritu: el rechazo al prójimo. Ya sea en un cuartucho maloliente en las afueras de San Petersburgo, ya en un palacio de corte imperial en Inglaterra, ya se trate de un proletario honrado o de un burgués apátrida, nada obsta para que el misántropo efectúe las mismas operaciones, dispersas en distintas modalidades pero unidas a su tronco común por un hilo de vida: el odio al hombre.

En Roma existió una vez un obispo singular, cuyo recuerdo me viene muy a menudo a la cabeza. Su nombre era Luzce Kojozowski, natural de Cracovia. Se trataba de un hombre con un pasado complejo, rebosante de laberintos espirituales y conflictos psicológicos. Su alma era profundamente eslava, la perfecta representación del espíritu trágico polaco. Un día me reveló haber adquirido una costumbre extraña, de la que ya no podía prescindir, a saber: colocarse una máscara cada vez que se encontraba en su recámara. Una vez esta actitud fue transformada en hábito, Kojozowski llegaría a poseer más de ciento cincuenta máscaras distintas, procedentes de infinitas regiones del mundo: Finlandia, Rusia, Mozambique, Argentina, Perú, Australia, China, El Nepal. Cada vez que viajaba a algún lugar exótico traía consigo fetiches, objetos sagrados extraídos del folclore local. Aún al parecer insatisfecho, Kojozowski decidió implementar este hábito caracterizando una determinada personalidad con cada máscara. De este modo, ensayaba durante horas frente al espejo, y llegó incluso a escribir un informe en el que registraba la creación de ciento quince personalidades absolutamente diferentes entre sí, salvo el hecho de proceder de la calenturienta imaginación de Kojozowski.

Fue en un Domingo de Resurrección cuando el obispo polaco me confesó no creer en Dios ni en el hombre. En la siguiente asamblea, Kojozowski se presentó vestido con una máscara africana y una especie de cuernos de ébano que sobresalían por encima de sus orejas. Comenzó a parlotear en una lengua extraña y a mostrarse violento, de modo que la Guardia Suiza tuvo que intervenir. Diez días después era internado en la abadía de Monte Cassino. Cuando tres meses después le visité en su nueva residencia, Kojozowski se encontraba aislado en una habitación especial, al fondo del monasterio. Su cabello había encanecido y crecidc desmesuradamente, en forma de llamas rizadas, más allá de sus hombros. Me pareció que sus ojos, de un azul intenso, se habían engrandecido considerablemente. Se hallaba rodeado de cientos de volúmenes y papeles escritos en lenguas clásicas. Como si no hubiera advertido mi presencia, o le resultara ésta algo indiferente, comenzó a hablar en voz alta y metálica, mientras no quitaba la mano de sus manuscritos:

¿Qué noticias trae del Comité Central? ¿Se han convertido por fin al marxismo ortodoxo? El materialismo histórico, he ahí la llave que abre todos los misterios de este mundo...¿Ha leído usted las obras de Brezhnev? Oh, oh, pero ¡Siéntese, Mi Santidad!

Entonces se levantó bruscamente, me agarró del cuello y me dijo, con una voz casi dulce: “Soy un mineral. Háblele a los hombres de esta nueva revelación. Esta es la forma en la que me he librado de ellos y de sus crueles dioses. Soy una planta, soy mi hígado y me reduzco a mi corazón”. Me soltó de forma nuevamente violenta y comenzó a hablar en griego clásico, dándome la espalda. No pude hacerle entrar en razón y finalmente, me vi obligado a marcharme de aquella sagrada estancia.














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