Confesiones de un falsario es un proyecto en marcha que nos cuenta los tormentos, las preocupaciones, los excesos y el cinismo de un falso Papa, que gobierna Roma con la espada de la vendetta y el rencor, el espíritu del paganismo y el afán desmesurado por todo tipo de placer. Un Papa ateo, materialista, nihilista en muchos casos y misántropo en todos. Un loco que hay que parar, pues solamente el Demonio puede pensar que este es el Papa que Roma necesita. A continuación, Gregorio IV- tal es el nombre del desdichado- nos cuenta una de sus historias- probablemente falsa- en las que su imaginación atormentada se arruina.
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He
conocido a personas que preferían vivir entre ratas que entre
hombres. Aunque yo mismo nunca he llegado a ese punto, comprendo esa
actitud y en algún modo la comparto. Los genios matemáticos se
pierden entre sus ecuaciones y sus cucarachas, y yo entre mi rum y
mis asados. Puede parecer una comparación frívola, y en realidad lo
es, pero en ella se despliega un mismo espíritu: el rechazo al
prójimo. Ya sea en un cuartucho maloliente en las afueras de San
Petersburgo, ya en un palacio de corte imperial en Inglaterra, ya se
trate de un proletario honrado o de un burgués apátrida, nada obsta
para que el misántropo efectúe las mismas operaciones, dispersas en
distintas modalidades pero unidas a su tronco común por un hilo de
vida: el odio al hombre.
En
Roma existió una vez un obispo singular, cuyo recuerdo me viene muy
a menudo a la cabeza. Su nombre era Luzce Kojozowski, natural de
Cracovia. Se trataba de un hombre con un pasado complejo, rebosante
de laberintos espirituales y conflictos psicológicos. Su alma era
profundamente eslava, la perfecta representación del espíritu
trágico polaco. Un día me reveló haber adquirido una costumbre
extraña, de la que ya no podía prescindir, a saber: colocarse una
máscara cada vez que se encontraba en su recámara. Una vez esta
actitud fue transformada en hábito, Kojozowski llegaría a poseer
más de ciento cincuenta máscaras distintas, procedentes de
infinitas regiones del mundo: Finlandia, Rusia, Mozambique,
Argentina, Perú, Australia, China, El Nepal. Cada vez que viajaba a
algún lugar exótico traía consigo fetiches, objetos sagrados
extraídos del folclore local. Aún al parecer insatisfecho,
Kojozowski decidió implementar este hábito caracterizando una
determinada personalidad con cada máscara. De este modo, ensayaba
durante horas frente al espejo, y llegó incluso a escribir un
informe en el que registraba la creación de ciento quince
personalidades absolutamente diferentes entre sí, salvo el hecho de
proceder de la calenturienta imaginación de Kojozowski.
Fue
en un Domingo de Resurrección cuando el obispo polaco me confesó no
creer en Dios ni en el hombre. En la siguiente asamblea, Kojozowski
se presentó vestido con una máscara africana y una especie de
cuernos de ébano que sobresalían por encima de sus orejas. Comenzó
a parlotear en una lengua extraña y a mostrarse violento, de modo
que la Guardia Suiza tuvo que intervenir. Diez días después era
internado en la abadía de Monte Cassino. Cuando tres meses después
le visité en su nueva residencia, Kojozowski se encontraba aislado
en una habitación especial, al fondo del monasterio. Su cabello
había encanecido y crecidc desmesuradamente, en forma de llamas
rizadas, más allá de sus hombros. Me pareció que sus ojos, de un
azul intenso, se habían engrandecido considerablemente. Se hallaba
rodeado de cientos de volúmenes y papeles escritos en lenguas
clásicas. Como si no hubiera advertido mi presencia, o le resultara
ésta algo indiferente, comenzó a hablar en voz alta y metálica,
mientras no quitaba la mano de sus manuscritos:
“¿Qué
noticias trae del Comité Central? ¿Se han convertido por fin al
marxismo ortodoxo? El materialismo histórico, he ahí la llave que
abre todos los misterios de este mundo...¿Ha leído usted las obras
de Brezhnev? Oh, oh, pero ¡Siéntese, Mi Santidad!
Entonces
se levantó bruscamente, me agarró del cuello y me dijo, con una voz
casi dulce: “Soy un mineral. Háblele a los hombres de esta nueva
revelación. Esta es la forma en la que me he librado de ellos y de
sus crueles dioses. Soy una planta, soy mi hígado y me reduzco a mi
corazón”. Me soltó de forma nuevamente violenta y comenzó a
hablar en griego clásico, dándome la espalda. No pude hacerle
entrar en razón y finalmente, me vi obligado a marcharme de aquella
sagrada estancia.
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