La mesa llena de
enseres
-un manojo de rosas
moribundas,
la bandeja con la
mermelada de arándanos
y un montón de
papeles que testimonian
la prosa gris de
toda vida-
y un silencio que
flotaba
en la casa
-era el día de la
Buena Muerte-
solo interrumpido
por la luz
del exterior
-aquella sustancia
ahora
incorporada a tus
ojos,
a tus músculos,
a un cuerpo que
interpreta
el fluido solar como
un símbolo
de lo más alto-
una especie de
conmemoración
similar a las
ofrendas de los muertos
pues el silencio es
en el fondo
lo mismo para unos y
otros:
comunión
con lo que no
podemos comprender.
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