[-1182,
1182]
Rutas
manchegas- El sentido común
asigna el mayor peligro a la ciudad- es allí donde, a fin de
cuentas, la estadística sitúa los índices más elevados de
aquellas causas que, propias de la urbanidad, generan mayor ansiedad
y mayores causas de mortalidad. Por el contrario, el campo debería
ser ese espacio de libertad, tranquilidad y sosiego que permite
reincorporar el espíritu escindido a su unidad primigenia: el
retorno a la Madre Naturaleza debería aportar aquellos elementos
fundamentales de nuestro ser que el dominio del mundo y la
civilización han abortado. Pero esto es una falacia, una vez que se
tiene contacto real con
las cosas que suceden en los pueblos. En el pueblo la presencia de la
policía es meramente testimonial: la soledad que permite la
contemplación purificadora de los cielos es también la que utiliza
el ladrón para introducirse de soslayo en nuestra casa; la
conservación de las estructuras arcaicas de la sociedad no solo
garantiza un patrimonio común y una estabilidad para el individuo,
sino que arruina el contrato de civilidad que sancionaba el ojo
por ojo y las pasiones atávicas;
es por eso que aquí un hombre puede caer bajo el fusil de un
hermano, por rencillas o cuestiones familiares. El
peligro de las fábricas modernas, donde el obrero puede caer de un
andamio o inhalar un gas mortífero, no existe en los plácidos
viñedos manchegos. A cambio, aquí mueren un número indeterminado
de personas degolladas o aplastadas por tractores, lo que no parece
admitir una solución fácil. La dialéctica no solo penetra la
esencia abstracta de las cosas- rige también aquellas que parecerían
por principio no aceptarla. La visión plácida de la campiña es
solo un mito urbano,
que no comprende que el infierno
carece de puertas impermeables. La brutalidad inmediata del mal
urbano ocultó durante mucho tiempo la existencia de un provinciano
pero riguroso Leviatán.
[18
, 18]
Ontologia
generalis- El espíritu es la forma inconsciente del foso
de barro que lo nutre.
[22,22]
De
profundis - Era una noche fulgurante. Yo y ella, dos lunáticos
sin duda, únicos observadores de un cielo tan majestuoso como
solitario- ahora entendía aquellos bustos clásicos que
representaban a los héroes y a los dioses: se trataba de la soledad
de la magnificencia. Una melancolía sublime desgarra las cabezas de
los dioses en sus gloriosas estatuas. Quizá también era ese rostro
el de un Diocleciano que veía caer su lejana, amada Roma. Hablamos
infatigablemente durante horas, y a cada palabra dábamos un trago. A
partir de cierto instante, comprendimos que beber más no
incrementaría nuestra lucidez. Entonces decidí marcharme. A lo
lejos, ella permanecía como siempre: fausta, ingrávida, absoluta.
Así son las piedras con las que me gusta conversar.
[-1184,
1184]
Orpheus
Imago- En un sueño comprendí
que no morimos tras la
experiencia de la muerte, sino que existimos
en una especie de vida de segunda categoría y habitamos cuevas
claustrofóbicas, de barro húmedo, y allí, tumbados, casi
asfixiados, esperamos unos 800 años hasta volver a nacer en nuestra
vida anterior- es decir, hasta que volvemos a vivir la primera de las
vidas otra vez. Es el Eterno Retorno, pero cruzado por un Limbo
asfixiante tal que, al menos en el sueño, era un millón de veces
preferible desaparecer en la nada
antes que acabar allí.
[-885,
885]
La
esencia de la Idea está anudada, de forma terrible, oscura e
intangible, con la contingencia más obscenamente carnal y temporal.
[-985,
985]
Wittgenstein:
hay que callar.
Blanchot:
No es posible callar.
[-986,
986]
Hay
un derecho a reivindicar la utopía y lo imposible. Ese derecho tiene
sus raíces en el deseo de hacer justicia a la razón.
[62,
62]
El
misterio atrae porque el misterio nos aleja de la repulsión que nos
produce toda imagen desvelada.
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