domingo, 16 de agosto de 2015

Infierno y luz. Alexievich y sus 'Voces de Chernóbil'.


Solo el pueblo ruso podía convertir un acontecimiento contingente, como el desastre de la central nuclear de Chernóbil, en occasio para filosofar, enlazando la aceptación del destino trágico de lo ruso y la reflexión metafísica sobre la vida y la muerte. Así nos lo cuenta ese tétrico, luminoso al tiempo testimonio de Svetlana Alexievich en sus Voces de Chernóbil. Allí el campesino se revela como filósofo puro, el materialista ateo como místico repentino. 'Somos metafísicos. No vivimos en la tierra sino en nuestras quimeras', confiesa un fotógrafo al meditar sobre la naturaleza bielorrusa. 

Como si esos rusos trágicos hubieran leído a Ceronetti cuando describe el sueño filosófico de su imaginación, 'affacciato a una piccola finestra que da direttamente sul Big Bang', (aquí el italiano imagina a Heidegger pensando desde su Hütte en Schwarzbald), también un testigo del acontecimiento cósmico de Chernóbil observa, a través del techo destruido del reactor número 4, la noche estrellada, 'una ventana al infinito', dice alguna de estas voces, tal como Kant de pronto descubre la potencia del nóumeno a través de su ventana en Königsberg. Lo que se produce en Chernóbil es un acontecimiento que lo cambia todo, casi como la llegada de Jesucristo a la tierra supone para la civilización cristiana un punto cero en el tiempo de la humanidad. La sólida creencia en el poder de la ciencia y de la inteligencia sobre la materia se derrumba en pedazos y a través de ellos aparece lo sublime, lo que desafía nuestras raíces y nuestros fundamentos. 


'Chernóbil es un tema de Dostoievski', dice el historiador Alexandr Revalski, otro testigo en vivo del acontecimiento. Bajo la de nuevo sólida, imperturbable máscara de la ideología, surge Lo Real en su crudeza, que convierte a los campesinos en filósofos, a los animales en locos peligrosos, a las setas en extraños bulbos y al bosque rociado por uranio en un paisaje de Júpiter. La mutación se transforma también en señal de lo divino, que no se deja suscribir bajo el único adjetivo de lo bueno y lo grande, sino que también come del abrevadero de lo oscuro y lo demoníaco. El Diamat se queda pequeño, es necesario recurrir en todo caso a la mitología clásica y repensar a Prometeo  y sus poderes desatados. Para estos espectadores de lo imposible, navegantes enfangados en la Estigia que lleva de la locura a la luz, y de la luz a la locura, la cadena de implosiones que en el interior del sistema soviético conducen, a través de la noche, a las puertas de Prípiat, la incompetencia, la hybris o la visión obtusa de la política y la ciencia soviéticas son en todo caso fenómenos de acompañamiento. Lo grande surge en el cielo estrellado al que se abre el reactor número 4 en la noche maldita, un día antes de la celebración del 1 de Mayo, orgullo de los trabajadores del mundo y símbolo de la emancipación racional. 

Y es tan grande que pensarlo solo en relación con lo mundano no es posible. Ni siquiera para el materialista estricto. El trabajo de Alexievich se subtitula 'crónica de un futuro'; Prípiat acaba de comenzar su historia; le quedan por delante 25,000 años de convivencia con el cesio-137. Ante semejante eternidad, toda nuestra pequeña historia humana no es más que una mancha, una frase banal en medio de un papiro infinito y vacío. El búho de Minerva es un niño eterno frente a Pandora, la anciana inmortal.

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