miércoles, 19 de agosto de 2015

teoría estética (fragmento)



El conatus de Spinoza. Frente a él, los discursos sobre el apocalipsis y las celebraciones orgiásticas de lo daemónico son meros velos, apariencias ilegítimas. Después del instante de catarsis, después de la furia de lo que destruye todo, el cuerpo permanece sobre la tierra, aunque se trate de una tierra baldía o un desierto. Los sobrevivientes, quizá apariencias o sombras, habitan sin embargo como dioses caídos estos planetas sin redención, estos paisajes inhumanos. Todo apocalipsis, como cumbre que es, tiene su posterior descenso, su suavización a manos del tiempo del que ninguna barbarie que se precie escapa. Auschwitz o el final de los relatos no modifican esta circunstancia; quien muere es el sujeto heroico de la metafísica, pero no el trabajador que no obstante ha de continuar con su vida mutilada; quien muere es el ideal humano, no la carne humana sufriente cuyo conatus le obliga a buscar hábitat incluso en las montañas más inalcanzables. Como en el relato del Infierno dantesco, estas sombras de aquí abajo perseveran en su propia subsistencia; en ella se incluyen gestas, sufrimientos y goces tan variados como en la forma más alta de vida que presupone el discurso filosófico. Incluso cuando la transformación del trabajo ha liquidado de alguna manera el sentido mismo del trabajo o su necesidad implícita, se ha de seguir alimentando el buche y produciendo hijos, casas, fábricas o conferencias. Esta obstinación que vence al más negro Cioran y al más blasfemo Caraco, disuelve de facto la aparente necesidad de toda trascendencia que rote en torno al alma humana; a esta le basta la obtención de su pan diario, el beso del familiar o la amada, el retorno del hijo a su vuelta de la escuela. Ha muerto el hombre, pero los hombres, las mujeres, los animales- a pesar de ello- hemos de seguir viviendo.


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