Érase
una vez un hombre ebrio que vagaba por una ciudad llena de gente
anónima y extraña. En un momento- quizá tras uno o dos vodkas,
quizá en el medio de una tormenta que fraguaba la posterior resaca-
entró en un confesionario. Habló con el sacerdote, comprendió que
aquello era oscuro, que había algo malo en todo ello. Pero lo hizo.
Materialista, ateo, este hombre ha de confesar su pecado más íntimo,
la incapacidad de alcanzar la plenitud- el sacerdote tenía
toda clase de respuestas ante esto, pero a nuestro ebrio materialista
le bastó con dialogar sin necesidad de abominar del sacerdote. En
esa ebriedad extraña, conciliadora, comprendió que lo interesante
es que el marxista y el católico puedan hablar sin llegar a matarse-
algo que quizá nunca pudo comprender en estado de sobriedad. Un
extraño estado de sensatez y lucidez inundó su espíritu, en algún
momento entre la primera cerveza y el último trago de vodka, en
algún instante en el que una luz nunca presente pudo hacer su
inverosímil acto de presencia, estimando como útil y valioso el
hecho de que dos hombres tan distintos pudieran comunicarse y llegar
a una tregua en común.
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