Entre
Paul Valéry, que debía escribir a diario, sin falta, en sus famosos
Cahiers, y Rimbaud, que un día decidió no volver a escribir,
debe haber un camino intermedio y transitable. No decir nunca nada
más- porque la poesía se traslada a otro lugar, quizá a una
actividad más relacionada con la vida, pues la poesía- como la
materia- nunca se pierde cuando se trata de la actividad de un poeta,
y decirlo todo, día tras día-aunque también se trate de un día
insulso, vacío, como si las obras del espíritu- por llamarlo de
alguna manera- no tuvieran sus necesarias transiciones, sus ángulos
de reflexión y abandono, que posibilitan en realidad su
continuación- entre estos dos métodos media un abismo. Es más
fácil, sin embargo, imaginar el total silencio- por brusca
desaparición de la potencia creativa, o porque, como Hofmannsthal,
uno se ve incapacitado de pronto para poder decir algo con sentido-
que la actividad creativa incesante a la que se le añade la
capacidad de evitar la grafomanía, porque es difícil escribir en
exceso y al mismo tiempo conservar el nivel y la exigencia de la
escritura. Valéry es un maníaco del lenguaje, y aunque la ética
del trabajo es importante, su seguimiento ortodoxo no garantiza la
calidad de la obra. Porque no hay obra sin silencio, sin el 'trabajo
de lo negativo', por utilizar la imaginería conceptual de Hegel.
'Forzar' la palabra, nada hay más peligroso para la salud de la
palabra. No hay nada malo en el silencio. Bien sea como mediación,
como momento de 'muerte' en el que reposa la palabra, bien sea como
opción ética o estética- Wittgenstein- el silencio deberá siempre
acompañarnos. Pues el silencio es el engranaje oculto de la palabra,
su íntima e ineludible articulación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario