'Mezcal',
dijo el cónsul, pero en realidad, lo que el cónsul- y su demiurgo,
Malcolm Lowry- querían pedir de verdad no era una copa, sino un
pasaje a la verdad; a través de la transfusión alcohólica Lowry
busca lo que también busca el chamán, el místico o el filósofo
sincero; el mezcal y el whisky se convierten en piedras mágicas que
facilitan el viaje, el Encuentro: aquí no hay enfermos alcohólicos,
sino psiconautas, filósofos que utilizan la intoxicación como medio
de alcanzar la verdad última de la materia y de la carne. A menudo,
estos métodos son peligrosos, pues es precisa una sabiduría
especial para poder dominarlos; el viaje puede ser como el de Ícaro,
de un solo día, de una sola hora. El cónsul equivoca el destino y
se pierde en este viaje, como tantos otros psiconautas; el descenso
de Geoffrey desde la boca del volcán a su estómago es el resultado
de la toma de un riesgo inevitable, que se halla siempre en la
decisión de aquel que tiene contacto con los enteógenos. Quizá
también la propia pérdida forme parte de la experiencia de la
verdad, y quizá la vivencia pacífica sea un tránsito entre nieblas
cuyo fin verdadero no sea otro que el del Infierno. Quién sabe en
qué secuencia se administran, en los mundos psilocíbicos, las
entidades benignas y malignas, los monstruos y los éxtasis, los
orgasmos y los dolores infernales; desconociendo el Orden último de
lo real, quedan nuestras vivencias tergiversadas, nuestras formas
conscientes no siempre útiles para descifrar su lenguaje. Al lado
del cadáver del cónsul, en en la barranca, alguien arroja un
perro muerto. Quizá no sea otro que el mismísimo Cerbero.
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